viernes, 14 de octubre de 2011

"El héroe romántico", Un relato presentado sin suerte a un concurso de Murcia.

Él no lo sabe, pero a estas alturas soy el único que puede salvarle la vida. Y no sé si lo que diré a continuación me hace mejor o peor persona, pero la verdad es que no estoy preocupado. Es más, todavía no estoy seguro si debo intentar hacer algo por remediar su fatal sino. A riesgo, además, de que se me acuse de tener complejo divino, me atrevo a decir que igual que fui yo quien le dio una familia, un trabajo que le permitiera tener cierta libertad y una salud envidiable –en definitiva, una vida que todo ser humano definiría como más que aceptable–, también puedo ser yo quien le deje morir. Quizás debería sentirme culpable por haberle metido en este lío y luego hacerme el desentendido. Quizás, sí, pero no es el caso. Estoy muy tranquilo. Tan tranquilo que voy a reflexionar mi decisión acompañado de un buen vino.

Di con él hace quince años. Me encontraba de vacaciones en un tranquilo pueblo navarro. Mi única compañía, las cuatro paredes de mi casa de alquiler y la naturaleza del exterior. Trataba de encontrar en mi abierta mente veinteañera la solución a un proyecto que llevaba intentando materializar desde hacía algún tiempo. Miles de ideas dispersas brotaban de mi imaginación pero se marchitaban sin dar fruto alguno. Mi agobio de aquel trece de agosto evolucionó hacia ganas de darme una ducha de agua fría para aliviar el calor, en parte producido, paradójicamente, por el hecho de no habérseme iluminado la bombilla. Una vez aliviado, sintiendo aún el frescor de las últimas gotas de agua en mi cuerpo, decidí ir a tomar una cerveza al bar del pueblo.

Mis dos primeras consumiciones no me relajaron en absoluto; mi cerebro seguía pareciendo una melodía interrumpida. La tercera hizo que mi bombilla parpadeara levemente durante unos segundos. Cuando iba a mitad de la cuarta, di con él. Era un chico moreno, de aproximadamente metro ochenta, musculoso y de unos veinticinco años. Además, unos ojos de un color azul nada común y un tatuaje con dos iniciales en su brazo visible porque llevaba puesta una camiseta de tirantes. Yo no pude esperar ni un segundo para tratar de introducirlo en mi proyecto. Él no pudo decir que no. Nunca pensé que el proyecto fuera a ser tan fructífero y tan prolongado en el tiempo. Y lo cierto es que, hasta ahora, han sido quince años maravillosos. Y si hay que ser francos, yo me he beneficiado realmente mucho más que él de todo esto.

Iker empezó mostrando su carácter: seguro de sí mismo, con una voz áspera y grave que hacía que sus bromas fueran aún más divertidas, ocurrente, imaginativo y amante de toda aventura que se preciara. Se definía, en un inicio, como incapaz de vivir en otro lugar que no fuera ese pueblo repleto de encanto. Acto seguido, explicó que, aunque había obtenido en cuatro años la carrera de arquitectura, no la ejercía. Prefería su actual trabajo, monitor de actividades y deportes de aventura, porque le permitía estar cada día junto a la naturaleza y respirar ese aire purificado de las montañas colindantes al pueblo. Todo esto, que no es poco, pude saber el primer día que di con Iker. El proyecto había empezado con buen pie.

Al día siguiente me levanté con mi ánimo renovado. Lo que antes era dispersión eran ahora ideas agolpadas deseando salir para continuar el proyecto con Iker. Todavía me quedaban tres semanas en ese inspirador pueblo y parecía que, vistos los acontecimientos, iba a volver con mis aspiraciones resueltas a Barcelona. Era el momento de que Iker explicara con pelos y señales su trabajo.

Vino a mí de buena mañana, y pensé que debía aprovechar el tiempo. Conocía las montañas como los sherpas el Himalaya. Su trabajo era impresionante. Había creado una pequeña empresa (tan pequeña que solo la formaban el y su mejor amiga, que era quien manejaba los temas administrativos) que le permitía vivir económicamente holgado trabajando tan solo tres meses al año. Eso sí, tenía la suerte, si se le puede llamar así, de tener una bonita casa pagada, al igual que un coche, por herencia de sus padres ya fallecidos. Se dedicaba a hacer cada día de verano dos rutas de seis horas. La matutina constaba de diferentes deportes de aventura, desde descenso en kayak hasta escalada, pasando por rutas en bicicleta, puenting y barranquismo. Al final de estas actividades, Iker siempre llevaba al grupo de ese día a un embalse natural de agua cristalina. Ese era también el momento en que descansaban para comer; era también un punto de inflexión donde nuevas personas se unían al grupo, por haber contratado solo las actividades vespertinas, y otras lo abandonaban porque habían optado por disfrutar de la aventura únicamente durante la mañana, fuera por cansancio, fuera por tener otros compromisos u otros lugares que visitar. Iker se desenvolvía con soltura con gente de todas las edades. Eso generaba simpatía y a veces incluso atracción por algunas de las personas que requerían sus servicios de monitor. Le gustaba ser el centro de atención. Volviendo a su trabajo, no obstante, la sesión de tarde era más suave. Rutas a pie por diferentes parajes naturales que antes de ser vistos pueden parecer utópicos y el plato fuerte: atravesar un puente colgante cuya caída supera los quinientos metros, actividad no apta para personas con vértigo.

Cada nueva actividad que Iker desempeñaba hacía que mi proyecto creciera. Se puede decir que mi primer proyecto estaba a la mitad en este instante. Entonces llegaron las anécdotas. Iker, como no podía ser de otra forma, tenía cientos en tan solo dos años que llevaba ejerciendo su trepidante profesión. Empezó explicando la más sorprendente relacionada propiamente con las actividades. Estas requerían una edad mínima de catorce años. La sorpresa para él fue cuando un anciano de ochenta y siete se presentó a la ruta matinal. Nunca se le había ocurrido poner edad máxima. Le hizo firmar todos los papeles necesarios para que, en caso de accidente, quedara claro su deseo de llevar a cabo esas actividades y, por tanto, la empresa no se hiciera cargo. Decidió, pese a que el anciano le repitió varias veces que le tratara como a los demás, no quitarle ojo de encima. En el descenso en kayak dos personas lo volcaron: un chico de unos dieciocho años, al que tuve que socorrer porque no era capaz de volver a ponerse a flote, y Julián, el anciano, que logró darse la vuelta y continuar con el trayecto sin ningún problema. Fue, también, quien menos muestras de cansancio dio en las rutas en bicicleta y en barranquismo, y el más decidido a lanzarse puente abajo. Y no solo eso. Fue el único que, junto con Iker, hizo también la ruta vespertina el mismo día. El joven navarro no daba crédito. “La juventud va por dentro” y una sonrisa fueron las palabras que el octogenario le dirigió antes de despedirse. Tras esta anécdota, que fue durante su segundo mes como monitor, todas las demás le parecieron menos impactantes y más típicas: mareos en el puente colgante, chicos que empiezan proclamando la valentía por bandera y acaban, al borde del puente, decidiendo no lanzarse al vacío, desvanecimientos por golpes leves de calor, lesiones por ir con zapatos a hacer excursiones de ese tipo…Pero Iker tenía también anécdotas más graciosas. La que más le marcó fue la de una chica que contrató actividades durante tres días seguidos. Debía haber tenido un chivatazo o haberle visto anteriormente en alguna foto de alguna red social, porque el primer día llevaba una camiseta blanca que decía “Iker, yo también puedo enseñarte deportes salvajes”, el segundo otra del mismo color pero con distinta frase (“Iker, quiero ser tu guía hasta mi habitación”) y el tercero una última que decía: “Iker, si no has caído ya en mis brazos, al menos fírmame la camiseta”. Y eso, una firma, fue lo único que consiguió aquella chica. Después de este peculiar suceso, no le sorprendía la cantidad de veces que le dejaron números de teléfono y de habitación. Pero solía rechazar, excepto en contadas ocasiones, toda petición. Se consideraba un tipo romántico y muy creyente en el amor a primera vista, y nunca había sentido nada especial por ninguna de las chicas que habían contratado los servicios de la empresa. Esto dejaba mi primer proyecto en un ochenta por ciento. Y entonces llegó ella.

Dos días antes de que tomara rumbo hacia Barcelona, Iker conoció a su alma gemela. El veintiocho de agosto, Iker se disponía, como cada día de verano, a realizar sus actividades con un nuevo grupo de personas. Pero esta vez una de ellas resaltaba por encima de todas. Su rostro era atrayente porque no solo su boca sonreía, sino también sus ojos azules y sus mejillas. Además, su sonrisa era indefinible con un solo adjetivo; entre dulce y pícara al mismo tiempo. Todo ello hizo que Iker viviera dos sensaciones que hasta entonces ningún deporte de aventura le había dado: cada vez que se cruzaban las miradas, él sentía un escalofrío más fuerte que el que provocaba la adrenalina generada por el riesgo y, asimismo, tartamudeaba nerviosamente. Si en dos años nadie le había hecho sentir nada similar, no podía perder esta oportunidad. Como no sabía si iba a permanecer en el grupo durante la tarde –la puesta de sol que se vislumbra atravesando el puente colgante sería perfecta para una declaración–, decidió aventurarse a una declaración imaginativa durante el descanso para comer. Su observación le permitió adivinar con quién había venido; dos chicas y un chico. Iker deseó con todas sus fuerzas que el chico no fuera el compañero sentimental de ella. En solo unos segundos, cuando este besó a una de las otras dos, se disiparon sus dudas. Tenía vía libre. Aprovechando el único momento en que ella se quedó sola, en el embalse, decidió acercarse.



- ¿Bonito, no?
- ¿Cómo dices?
- Si yo, que hago cada día de verano una excursión por estos lugares, no me canso de estos paisajes, supongo que para alguien que está de vacaciones debe de ser espectacular.
- Lo es –y una sonrisa que hizo enrojecer a Iker–. Siempre se dice que hay que irse muy lejos para ver cosas bonitas. Solo he recorrido unos quinientos quilómetros y estoy disfrutando de paisajes comparables a mi viaje a Suiza.
- Tu acento y tu aproximación de quilómetros me han dado una pista importante. ¿Catalana?
- Muy observador. De Barcelona. Soy Sara, por cierto.
- Iker. Encantado. ¿Te quedas en el grupo de tarde?
- No me lo pienso perder. Me vuelvo a Barcelona en dos días y no hay más hueco que el de esta tarde. ¿Interés personal o profesional?
- Que este aquí como profesional no significa que no pueda interesarme por alguna persona… –Ahora es ella quien esboza una sonrisa vergonzosa, pero no incómoda–.
- Nos vemos luego, pues.


Iker estaba esa tarde más hiperactivo que nunca. Llegó el momento de cruzar el puente. No podía perder la oportunidad.


- Perdona, Sara, no puedes cruzar el puente con esos anillos. Los demás ir tirando, nos vemos al otro lado. ¿Quieres que te los guarde en mi mochila? Es por seguridad, si le ocurriera algo a tus dedos, sería mas difícil curarlos.
- ¿Has hecho esa comprobación a todos los que han cruzado el puente? –Una sonrisa cómplice y una mirada de Iker de lado a lado, consciente de que ella se había percatado de su excusa.
- Las damas primero, vamos allá. –Y en medio del puente, con la boca de Iker muy cerca del oído de Sara, un susurro– ¿Ves la puesta de Sol de la derecha? Solo hay algo más bonito que eso.
- Sorpréndeme
- Ver la luna llena desde este mismo punto y con la misma compañía que tengo ahora.
- Pero por la noche no haces actividades, ¿no? –Y una sonrisa pícara en su rostro.
- Nunca antes me había planteado hacerlas, la verdad, pero está claro que me faltaba una motivación extra…

Iker aprovechó al máximo esos dos días con Sara, hasta el punto de replantearse sus ideales más arraigados. El amor había encendido en Iker una pasión más fuerte que todas las que sentía hacia su pueblo. De hecho, el último día que estuve en aquel exquisito paisaje rural se estaba planteando abandonarlo y mudarse a Barcelona a buscar trabajo en su profesión titulada. El amor mueve montañas. Con esta última noticia dio fin mi primer proyecto. En esos momentos solo deseaba regresar a Barcelona y exponerlo. Si salía bien, vería mi sueño cumplido. Si salía mal, toda esa temporada trabajando en tierras navarras habría sido una pérdida de tiempo. Una vez entregado el proyecto a las personas adecuadas, era el momento de soportar una agónica espera: una llamada que no tiene por qué producirse y, por tanto, siempre mantiene la ilusión de que al día siguiente sonará el teléfono. Tras doce días de angustia e incertidumbre, sonó el teléfono y desde el otro lado del aparato una voz me informaba de que mi proyecto había sido aceptado.

No supe ni quise saber nada de Iker, aunque sin él mi proyecto terminado se habría quedado en pensamiento indefinido, durante los meses que siguieron la aceptación de mi proyecto. El éxito de éste lo fue también para mí a nivel económico. Eso sí, cuando conseguí al fin digerir el éxito, decidí que tenía que reencontrarme con Iker. Por motivos de comodidad, decidí no hacer ningún viaje largo como el verano anterior y disfrutar de la ciudad condal. Aun así, eso no fue un obstáculo. En uno de mis paseos en soledad por plaza Cataluña, decidí desviarme un par de calles y aparecí en una de las pocas cafeterías librería que quedan por Barcelona: un lugar desbordado de tranquilidad donde se pueden ver escritores recapacitando sobre alguno de sus escritos, músicos intentando buscar la rima idónea para su canción, arquitectos buscando una fuente de inspiración mientras leen algún libro sobre edificios… Mi mesa habitual estaba libre y no dudé en ocuparla. Después de tomarme un café con hielo, recibí de mis sentidos una gran noticia: ahí estaba Iker. Había decidido mudarse a Barcelona por motivos amorosos un par de semanas después de conocer a Sara. Su relación con Sara había cuajado y su espíritu romántico no dudó un segundo en dejar todo lo que tenía en su tierra por ella. Encontró trabajo rápidamente gracias a su currículum, pero no acababa de gustarle ejercer de arquitecto; trabajaba menos horas que cuando era monitor pero también cobraba bastante menos –son los inconvenientes de trabajar para un tercero–, y además no acababa de disfrutar con ello, el tiempo de trabajo se le hacía más largo y, por si fuera poco, a veces tenía que llevar trabajo a casa. Él decidió ser monitor y fundar su empresa mientras que la carrera de arquitecto la empezó para contentar a sus padres y, con su muerte mientras el cursaba dichos estudios, se vio en la obligación de acabarlos.

La vida en Barcelona le parecía extraña. Desde la ventana de su piso no veía más naturaleza que un par de plataneros mal cuidados. Bueno, él decía que no estaban mal cuidados, que simplemente no podían crecer bien rodeados de ese aire cargado y fuera de su hábitat. Además, tenía la sensación de que todas las personas con las que se cruzaba tenían prisa, siempre algo que hacer, siempre un lugar programado adonde ir, siempre mirando el reloj o internet desde algún móvil de última generación. Esa prisa que la ciudad de Barcelona induce a sus ciudadanos fue también contagiada a Iker, pero en su vida sentimental. Todavía no hacía un año que conocía a Sara y ya habían obtenido un positivo en un test de embarazo. A falta de ocho meses para el nacimiento del bebé, surgieron las primeras esperadas discusiones: ¿Qué es mejor para el niño? Iker no tenía dudas. Su idea consistía en dar a luz en Barcelona, cuidarlo ahí los primeros dos o tres meses y después partir hacia Burgui, su pueblo natal, donde tenían una casa más grande, el ambiente más sano para que crezca un niño y un negocio fructífero que podían mantener los dos sin problemas y, además, les daría buen soporte económico. Sara no lo veía tan claro, según explicaba él. Decía que su pueblo era un buen lugar para ir de vacaciones, pero el niño tenía el riesgo de vivir con poca gente de su edad, que el colegio más cercano estaba a veinte kilómetros, que temía que pudiera llegar a desconocer la tecnología de la ciudad y que la naturaleza podía ser peligrosa. “Estoy seguro que Sara piensa que aún puede encontrar algún dinosaurio si levanta una roca en mi pueblo”, decía con tono irónico habitual. Rebatieron largo y tendido durante el embarazo, y al final Sara cedió, entre convencida y resignada a la testarudez de su chico. A las quejas habituales de ella, él decía que el trabajo de la empresa de actividades solo dura tres meses, y además los de verano, por lo que no tendrán problema alguno en acercar en coche a su hijo a cualquier colegio, este a veinte o a cien kilómetros. Aseguró, además, que en Burgui todos eran ya homo sapiens y que la televisión, la cobertura e internet habían llegado tiempo atrás. El argumento de la falta de población de su edad lo resolvió diciendo que su pueblo no está a punto de quedarse sin habitantes porque todos sean octogenarios, hay personas de todas las edades y, de todos modos, hará amistades en la escuela. El peligro que ella veía en el pueblo, lo rebatió diciendo que las malas personas pasan más desapercibidas en las ciudades, y que en casi treinta años, él no ha visto ningún león hambriento, si es que se refiere a la peligrosidad de los animales.

El parto fue para él un soplo de aire fresco. Se sentía alegre de haber formado una familia y poder hacer vida como él siempre había imaginado, en su tierra natal y disfrutando de la esencia natural de la que carecían las grandes ciudades. Para mí, fue el final de mi segundo proyecto. Este fue aceptado de manera mucho más rápida que el anterior. El beneficio económico fue similar y la fama, superior. No obstante, esta vez no todo eran alabanzas. Incluso había más críticas que buenos comentarios: poca introspección, un anhelo de dinero que hace que sea un proyecto pobre por su rapidez en salir a la luz, demasiado pretencioso, un tumor del primer proyecto… Igual que digerí la fama en poco tiempo, no estaba seguro de poder hacer lo propio con las críticas. Salí a la calle decepcionado y colérico al mismo tiempo, deseando encontrar al que en mi primer proyecto fue el héroe y ahora consideraba el villano. Lo encontré en un banco del parque de Montjuic. Iker explicó miles de nuevas aventuras que habían vivido en Burgui, explicando más detalles que nunca. Era un monólogo, parecía entusiasmado exponiendo cada pequeño matiz que le llegaba a la mente. Expuso también la facilidad con la que se había adaptado Sara a vivir allí, lo rápido que había aprendido a andar Unai y lo que disfrutaba de la naturaleza. Sin embargo, los tiempos verbales había aprendido y se había adaptado escondían detrás un significado más profundo que el de pasado. Por motivo de la celebración del segundo cumpleaños del pequeño, todas las actividades habían sido canceladas. Los tres miembros de la familia decidieron hacer la ruta hasta el puente colgante con el fin de grabar un bonito video de Unai cruzando el puente. Iker se quedó a un lado con intención de grabar y Sara y el niño empezaron a cruzar. Cuando llegaron al otro lado del puente, dieron media vuelta. Fue el momento en que Iker empezó la grabación, para verlos de cara, para captar esas dos maravillosas sonrisas acercándose hacia él. Y entonces ocurrió. El lado del puente más lejano a Iker cedió. Sara y Unai se encontraban en una caída libre cuyo final era, paradójicamente, la libertad de la muerte. En la mente de Iker resonaba el eco de las palabras de su chica: Es peligroso. Pensó por un momento lanzarse tras ellas, ya sin nada que perder. Pero en un acto de reflexión, decidió llamar a emergencias. A las pocas horas, lo que quedaba de las dos personas que llenaban su corazón fue encontrado. Decidió proceder a la incineración, ya que no podía soportar meter en un ataúd algo tan espantoso, no sería justo para las dos personas que él consideró más hermosas en el mundo. Y ese ha sido su motivo de regreso a Barcelona. Ha entregado las cenizas a la familia de Sara y ha vagado por el parque haciendo tiempo para coger un taxi que le lleve de vuelta al aeropuerto, de vuelta al puente colgante para reunirse con las únicas personas por las que ha sentido amor en su máximo esplendor… Y con esas últimas y poco tranquilizadoras palabras, se ha ido, rumbo a su destino. Y con esas palabras se pone fin a mi tercer libro, mi trilogía en la que he intentado reflejar algunos de los puntos que me parecieron más interesantes de la literatura romántica universal: amor sin barreras, imaginación y naturaleza.

Todavía puedo salvarle la vida, su vida de papel, aún no he enviado a mi editor el último libro de la trilogía. He de reconocer que lo he escrito con la cólera de las críticas en mi interior, no sé si debería dejarlo vivir. No, no voy a hacerlo. Es el final digno de una trilogía que bebe de las fuentes románticas. Enviado. Necesito una copa. Y aire. No hay nada como una copa y el aire fresco de la terraza de mi ático en una noche despejada que deja ver las estrellas. Necesito otra copa. Lo malo de escribir es que la imaginación puede hacer que la vida que creas sea mejor que la propia. Iker tenía amor, yo no tengo a nadie. Otra copa. Otra más. Iker tenía todo lo que alguien puede desear, yo solo tengo críticas y treinta y cinco años mal llevados. Esta no es edad para encontrar el amor. Otra copa. Otra. Él lo tenía todo, y yo solo lo tenía a el y lo he matado. Una más. A quien quiero engañar, estoy solo. Estoy solo, y he cerrado mi saga, lo único que me hacía útil para algunas personas. Me apetece otra copa. Iker era lo único que podía considerar como mío, y lo he matado. Otra copa. Se acabó la botella. Empiezo a entender esa atracción por el suicidio que los románticos sentían: vacíos, sin nada que poseer, sin güisqui, solos, sin Iker y sin sus historias, con este aire fresco que parece concentrarse enteramente en soplar hacia mi con sus artes de seducción que incitan a la locura de la caída libre…

martes, 4 de octubre de 2011

Un brindis por todos los que se han ido.


Es inevitable derramar lágrimas cuando alguien (un familiar, un amigo, una mascota especial) se va físicamente para no volver. Pero también es inevitable recordar a ese alguien, y eso no es malo, sino todo lo contrario; mientras alguien cierre los ojos y siga viendo a ese supuesto alguien, mientras alguien siga soñándole, mientras se siga recordando su voz, su sonrisa, su olor, sus gestos o sus manías, ese alguien seguirá vivo. Dediquemos una sonrisa a todos nuestros seres queridos que nos han dejado muy a su pesar; antes de irse nos han dejado perlas en forma de recuerdos que hacen que debamos sentirnos afortunadísimos de haberlos conocido.