miércoles, 13 de abril de 2011

Relato Breve presentado en un concurso de la UB.


Desde que ella nos dejó, he intentado hacer su papel y el mío. Pero no es nada fácil porque, la verdad, nunca sabré si estoy haciendo aunque sea mi tarea con él. Se suele decir que los trabajos que dan mucho dinero también obligan a elegir entre él o la familia. Doy fe de la certeza de esta afirmación. Nunca he tenido tiempo de preguntar por los estudios a mi hijo, ni él me pone fácil que se lo pregunte, ya que siempre me responde con un bien. Si le veo triste, no sé cómo reaccionar. Eso siempre lo hacía ella. Tenía esa psicología, ese don que tienen las mujeres para adivinar problemas ajenos. Yo me suelo creer el primer no que me responde cuando le pregunto si le ocurre algo. Tampoco es que pueda insistir mucho, con este horario tan apretado. La verdad es que se me hace más asidua la imagen de edificios de bolsa o la que estoy presenciando ahora, de la azafata ofreciéndome un aperitivo, que la de mi propia casa. Y es que entre los cálculos que tengo que hacer en casa y los que hago in situ en dichos edificios, se puede decir que mi vida es la bolsa. Y encima mi hijo elige una carrera de letras… No se lo tengo en cuenta, pero me hubiera gustado que heredara mi trabajo y que se quitara esos pájaros en la cabeza de ser escritor. Escribir como afición está bien. Pero trabajar de escritor suena a pasar hambre. Por suerte para él, va a estar mantenido toda su vida gracias a lo que él tanto odia: los números. Da igual. No quiero discutir sobre lo de siempre. Esta vez, después de una semana en Bruselas, me han dado una semana de vacaciones y quiero pasarlo bien con mi hijo. Odio los aeropuertos. Nunca se arreglarán estas esperas. No sé qué extraña ley hace que tu maleta sea la última en la cinta giratoria. Por suerte para los que volamos habitualmente, el servicio de taxis funciona de maravilla. Nunca me he quedado esperando la llegada de uno. Es curioso lo que puede llegar a transmitir un taxi. A mí, la combinación de negro y amarillo me hace sentirme en casa de nuevo. Como siempre, el taxista ha esperado a que hablara yo. Si no hubiera hablado su idioma, es probable que el precio final no hubiera sido el mismo. Tengo ganas de verle. Recuerdo que hace una semana, antes de mi viaje a Bélgica, en los dos días que pasé en casa después de venir de Lima, Humberto estaba algo más distante de lo habitual. También alzaba la voz más de la cuenta, como si le irritara escucharme, como si le molestara mi presencia en casa. No, no estuvimos muy bien la última vez, pero ahora es momento de arreglarlo.

- Es aquí, ¿no? Son veintidós euros, por favor.

- Quédese con el cambio.

No me había percatado hasta ahora del buen tiempo de Barcelona en comparación con el de Bruselas. Aquí ni siquiera hay niebla, además de estar unos grados por encima. El buzón tiene un par de cartas que parecen ser recibos. Esta vez he cruzado la verja de casa para quedarme más tiempo. Qué curioso, hay una carta justo aquí, al lado de la puerta principal. Debe de haber volado de un vecino. Aunque no hay sello, remitente ni destinatario. Agradezco que mi hijo no haya puesto la calefacción, me es agradable la temperatura ambiente de la casa. Está todo como lo dejé antes de irme, pero con más polvo y con una pequeñísima novedad. Parece que desde anteayer Humberto se ha dedicado a tachar los días que faltaban para que llegara. Una cruz negra en el viernes, otra en el sábado y un pequeño trozo de papel cubriendo el día de hoy: “Hoy es el gran día. Tenemos que hablar de muchas cosas, por fin cara a cara”. Vaya, quizás hasta me ha echado de menos. No entiendo por qué empezó su cuenta atrás hace dos días. Quizás cuando se sentía solo, ya que habrá tenido clase toda la semana.

- ¿Hijo?

Empezamos con mal pie. No hay respuesta. En fin, no quiero alterarme. Aunque me hubiese gustado que estuviera aquí para recibirme. Sabía que venía. Se lo dije antes de marcharme. Y le dije la hora aproximada. Es igual. Lo importante no es como empieza. Voy a ver si esta carta es para mí o tengo que devolverla.


Humberto Rodríguez Hernández

Jueves 10 de marzo de 2011

“Apreciada señora:

Le escribo esta carta para que me devuelva lo que es mío. Una vez más, me ha robado. No quisiera ponerme antipático, pero esta vez me está resultando francamente difícil. Quiero que lo haga por las buenas o por las malas. Estoy harto de usted, nunca pregunta antes de arrebatarme algo. Algunos dicen que por su culpa estoy delirando. Y quizás tienen razón, quizás no es buena idea buscar un conflicto con usted. A lo mejor estoy loco pensando que usted leerá esta carta, o es una locura el simple hecho de tratarla de usted, vil saqueadora sin escrúpulos. De hecho, estoy asistiendo de manera regular a un psicólogo al que suelo engañar asegurándole día tras día que siento una notable mejoría en mi ánimo. Me ha hundido; esta última adquisición suya me ha hecho más daño que ninguna de las anteriores porque siento que es culpa mía; se la serví en bandeja de plata, como se suele decir. Puede que esté un poco perdida. Por eso, ya que sé que no es nada personal, y que roba usted a más gente además de a mí –creo que no hay nadie que no la difame en cuanto a su enfermiza e incurable cleptomanía-, la voy a poner al corriente de mi caso concreto, que es al fin y al cabo el motivo por el que escribo esta carta, además de para llegar a un acuerdo con usted, ya sea pacífico, ya sea violento.

Nadie es libre en este mundo, sólo hay diferentes grados de prisión. Era la primera frase de su escrito ganador y desgraciadamente, por muy optimista que se pueda llegar a ser, es una realidad. Hay cárceles leves que no quitan el sueño y las hay que no dejan respirar, que se adhieren a ti como una lapa y se sienten como una mochila invisible llena de piedras enganchada a la columna vertebral. Hay condenas que duran días y otras que se alargan años, lustros e incluso décadas. Yo tenía las prisiones más duras lejos de mí. La prisión de la vejez, a mis veinte años llenos de vitalidad, era impensable. La del dinero, la más grande y llena del mundo, me había dado libertad mientras se cumpliera la condición de ser mantenido por mis adinerados padres. Me cuido mucho, así que mi salud no ha permitido nunca que su correspondiente cárcel me encierre. La cárcel de la soledad tampoco llenó sus celdas conmigo. Siempre he tenido suerte en las relaciones personales. Cumplí la misma condena que todos en la prisión de la ignorancia, hasta que me dejaron salir a una edad prudencial. Además, el hecho de no estudiar me condenaba a ingresar en la cárcel del dinero, ya que mis ingresos eran proporcionales a mis notas. Quizás fue esa motivación la que me llevó a mi adoración por la escritura y la lectura, por los idiomas, por las letras en general, quizás hubiera tenido esta admiración de todas formas. El caso es que, sin darme cuenta, me entregué a la policía universitaria, que me impuso una condena de cuatro años. A partir de aquel momento, mi vida cambió. Con esto no pretendo aburrirla, sólo ponerla en situación. Estése tranquila, serán evocaciones muy puntuales que no le harán perder mucho tiempo. Quiero mostrarle su crueldad y para ello necesito utilizar porciones de mi mente para recordar.

Antes he dicho que siempre había tenido suerte en mis relaciones personales. Es cierto, aunque de manera parcial. En la amistad era una persona propensa a crear vínculos. En el amor, pedía demasiado. Una chica que me llenara físicamente, porque el físico no lo es todo pero sí una parte, que tuviera un humor lo suficiente pícaro para seguir mis bromas, a la vez seria y aplicada en sus aficiones y sus aspiraciones, morena, no mucho más bajita que yo y no fumadora. Odio tragar humo ajeno. Parecía una utopía, hasta que la vi. No había más de cincuenta personas entre jurado y participantes. Después de cuatro meses en la universidad, me sentía cómodo. Encontré el folleto de este concurso por casualidad, junto al bar del edificio, y me pareció buena idea intentar ganar un dinero extra. Ella llegó algo más tarde que yo. Suelo mirar quién entra por la puerta, pero no suelo mirar tanto como la miré a ella. Intenté centrarme porque en breves momentos, si conseguía ganar el concurso de escritura, tendría que dar un pequeño discurso. Lo único que deseaba con todas mis fuerzas que no pasara era quedar segundo. Soy muy perfeccionista, prefiero quedar en la sombra de un puesto indefinido que un segundo premio en el cual todos vean que he sido superado por alguien más. Y, misterios inexplicables de la vida, dijeron mi nombre acompañado de un: “segundo premio para…”. Era el turno de disimular la desilusión, dar el discurso sonriendo todo el tiempo y volver a sentarse. Pero, por si no hubiera sido suficiente humillación, me hicieron leer el papel del ganador. En este caso fue ganadora, Alba González, y lo que sentí al verla desfilar hacia el escenario no se podría explicar con palabras aunque me pasara veinte siglos inventando expresiones nuevas. Imagino que llegados a este punto usted bostezará, así que intentaré darme algo más de prisa en la explicación de los hechos. Lo importante es que la vi y, después del discurso, la invité a cenar para celebrar su triunfo. No había sido un espejismo. Me gustaba de verdad y, aunque esto parezca una novela romántica con final feliz, yo también le gustaba. Justo aquí, ese mismo día, es cuando descubro que tiene usted las manos muy largas.

Cada sentimiento tiene su forma de actuar. La alegría crece en el momento que empiezas a explicarla a los demás, mientras que la pena se calma al hablar con alguien. El dolor, el físico, crece cuanto más te acuerdas, y no pensar en él suele llevar a su contrario. Por suerte, yo tenía ganas de difundir el mejor de ellos. Y a la primera persona que quería hacerle saber mi felicidad era a mi madre. He de reconocer que volví a casa con algo más de ímpetu de lo que debería haber vuelto, sobrepasando algunos límites de velocidad y de prudencia. Pero, aún así, usted había sido más rápida. Mi padre, para no variar, no estaba en casa. Si le hubiese llamado para explicarle mi preocupación acerca de la ausencia de mamá en casa a aquellas altas horas de la noche su respuesta se hubiera acercado a un: “Hijo mío, tienes mucha imaginación, utilízala para hacer algo útil, o aunque sea escribe una novela buena”. Tenía a la policía de la cárcel de la soledad pisándome los talones. Y aún me rodeó más cuando no pude hablar al marcar su número de teléfono móvil con nadie más que con una teleoperadora que me informaba de que mi preocupación debía crecer porque por este medio no iba a poder encontrar a mi madre. Entonces me fijé en el teléfono fijo. Esa fue la pista que usted dejó para que yo pudiera saber que había allanado mi morada. Una llamada de un número desconocido para mi memoria. Un mensaje nuevo: el aviso del hurto de ella, de la persona que me entendía sin hablar, de la persona que era feliz sólo sabiendo que yo lo era. Pero, lejos de dejarme atrapar por una de las cárceles más duras de superar, salí corriendo en busca de un testigo que me exculpara de la soledad. Y la encontré. Y me entendió. Y pasé la noche en casa de Alba. Y eso me hizo pensar que, pese al atraco que usted había llevado a cabo en mi casa, había sido una noche agridulce. Había perdido a mi madre, pero había ganado al amor de mi vida. Si la balanza se desplomó levemente hacia la agrura fue por la llamada de mi padre preguntando: “¿Te has enterado? Sí, papá, me había enterado bastante antes que tú. Aún así, si algún día lees esto, que sepas que no te guardo rencor. A usted, sin embargo, le guardo rencor desde este momento. Además, hubo ensañamiento. Hace un mes, volvió a robarme. Apenas había pasado un año, y usted volvía a robarme. Y para colmo, su acto provocaba que me encerraran en la cárcel del remordimiento.

12 de febrero. Un año y dieciséis días después de aquel concurso. Un año y dieciséis días después de conocer al amor de mi vida. La noche del sábado se presentaba, para nosotros dos, con fiebre: alguna copa de más, la alta calefacción de la habitación del hotel donde estábamos hospedados y nuestros cuerpos en continuo contacto nos hacían tener la sensación ardiente de ese fenómeno patológico. Cuando saciamos las mutuas ganas de desgastarnos a base de placer, ella, tan vital como siempre, me propuso bajar a la playa que teníamos a cincuenta metros del hotel. Yo estaba agotado, pero mentiría si dijera que la playa de Blanes, junto con la sonrisa de Alba, es resistible. Así que bajamos. No sé si fueron las copas, pero sobre la arena seguíamos teniendo calor. Lo peor de ir alcoholizado es que no mides el grado de alcoholización de los demás. Ella me propuso la locura de zambullirnos en pleno invierno. Y no supe decirle que no. Entramos al agua con ropa, con carcajadas fluyendo en nuestros rostros. Pero el cansancio y la temperatura del agua me hicieron querer salir enseguida. Ella me dijo que le apetecía nadar unos minutos más y que luego volvería a la arena conmigo, que no me preocupara. Y me despreocupé. Salí de espaldas al horizonte y me dejé caer en la arena, boca abajo. Pienso que no fueron más de cinco minutos, pero mi estado etílico y mi cansancio me impiden afirmar con seguridad el tiempo que estuve tumbado. Lo que sé es que, cuando me di la vuelta para ver si estaba ya cerca de la orilla, mis ojos no la encontraron. Un segundo de nerviosismo y parálisis seguido de una contrarreloj impuesta por usted. Me lancé al agua y empecé a abrir los brazos y los ojos para encontrarla lo antes posible. Pero lo antes posible no fue suficiente. El tiempo que tardé en devolverla a la arena sumado al que tardó la ambulancia me dejó fuera de juego. El reloj había llegado a cero. Como su vida, como mis ganas de vivir. ¿Qué necesidad tenía usted de hacerlo? Exijo explicaciones. No estábamos haciendo nada malo, no tenía derecho, hubiera preferido que me llevara a mí que a ella. Esto no va a quedar así.

Desde el doce de febrero hasta hoy vivo prisionero en la más oscura celda de la cárcel del remordimiento. Y la verdad es que varias entidades han pedido mi traslado: la locura, la pena, la soledad y la culpabilidad consideran que ellas deberían tener mi custodia. Pero, como ya le he dicho, esto no va a quedar así. Usted es la única que puede hacer que se me exculpe de todas las condenas devolviéndome lo que es mío. Tiene dos días para presentarse ante mí con ella del brazo. Si se cumple este plazo y la carta sigue en el umbral de la puerta, donde voy a dejarla, iré a por usted. No la temo, Muerte. Piense que usted me ha quitado todo lo que tenía en vida, así que no me importa ir a buscarla para pedirle las explicaciones necesarias. El domingo, a mucho tardar, discutiremos sobre lo ocurrido. La esperaré bajo mis sábanas blancas, aunque en este caso estarán tintadas de sangre, que según me han dicho es el cebo más atrayente para usted.

No he tardado más de diez segundos desde el sofá donde he leído la carta hasta su habitación. Pero se me han pasado por la cabeza mil pensamientos. Así que las notas del calendario no eran para mí... Desde aquí, desde la puerta de su habitación, veo un bulto ensangrentado bajo las sábanas de su cama. Cómo se puede ser tan mal padre. Cómo he podido no darme cuenta en este mes de que lo que le ocurría era más grave que una discusión tonta sobre letras o números. Mi hijo hablaba de cárceles en esa carta. Yo me merezco todas y cada una de ellas por haberle dejado así. Un momento. Oigo pasos detrás de mí. Lo que parecen cinco dedos humanos me han tocado el hombro. ¡Ah!

- Papá… ¡Papá!

- ¿Pero qué…? –Me ha puesto la mano en la boca, mi hijo me ha puesto la mano en la boca, no me deja expresar las miles de preguntas que tengo. Ni siquiera sé si estoy vivo. Si estamos vivos. Me desmayé al verle detrás de mí en su habitación y ahora estoy en el sofá donde había leído la carta. Es todo muy extraño-.

- No pensaba que te fueras a desmayar, era solo un experimento –Y una mueca de sonrisa preocupada aparece en su rostro-.

- ¿Un experimento? ¿Estás loco? ¿Estás vivo?

- Papá, el último fin de semana que viniste me viste atareado porque lo estaba montando todo. Antes de alarmarte más, debajo de mi cama hay un maniquí con salsa de tomate. No podía permitir que siguiéramos tan distantes cada vez que nos reuníamos, y decidí que debía intentar cortar por lo sano, que vieras lo que tu ceguera numeral no te deja ver.

- No te sigo.

- Dices que escribir no sirve para nada. No me apoyas nunca en mi sueño de ser alguien por mi literatura. Y lo que ha pasado hoy demuestra que la literatura es maravillosa. Los números están ahí, son exactos y dan resultados incontestables. La literatura va más allá. Bien construida, puede sacar a la luz los sentimientos más escondidos de un ser humano. Con la ayuda de la imaginación, de la que tanto te burlas, las posibilidades son infinitas, igual que las interpretaciones. He conseguido hacerte creer, mezclando realidades como la de mamá o tus comentarios, con mentiras como la reciente muerte de mi novia y mi asistencia a un psicólogo, cosas que no son reales: has creído que un maniquí con salsa de tomate era mi cuerpo, has llorado pensando en mi suicidio, te has desmayado pensando que habías visto un muerto y hasta te has creído que era un loco que dejaba mensajes a la muerte en el calendario y le escribía cartas. La literatura es tan prodigiosa que es capaz de entrar en la mente de las personas y hacerles creer o evocar, aunque sea durante un rato, situaciones totalmente imaginarias. Los números han tocado fondo, son resultados inamovibles. La literatura es infinita porque su vehículo es una cualidad también inabarcable: la imaginación. Es más fácil estudiar números y acabar memorizando procesos que dan resultados y beneficios que intentar quedar en la memoria como escritor y vivir de tus novelas. Yo, para triunfar, necesito entrar en la cabeza de casi siete mil millones de personas, adivinar qué quieren y conseguir mediante palabras hacerles sentir algo que otros no puedan. Esto es lo mío papá, y necesito que me apoyes en esto. Sal de la cárcel de la intolerancia y apóyame.

Nunca, hasta ahora, me había ocurrido. Me fallan las palabras. Éstas no alcanzan a expresar la lección que me acaba de dar mi hijo. Él sigue mirándome a los ojos esperando quizás que le rebata algo o que me ría de él. No soy capaz. Cuando las palabras fallan, una sonrisa de complicidad entre padre e hijo seguida de un largo abrazo sientan como el mejor de los discursos. Y, mientras mi sudor frío va desapareciendo, mi mente se empieza a preguntar si no soy yo quien debería ir a pedir explicaciones a la Muerte por la apropiación indebida y prematura de mi mujer…

Microrrelato presentado al concurso de TMB


El trayecto en el metro, para los que pasamos la mayor parte de la vida en él, puede hacerse eterno sin un entretenimiento: personas que tendrán problemas auditivos en unos años porque el anhelo de aislarse de los demás les hace escuchar la música más fuerte de lo que su tímpano desearía, gente que prefiere evadirse de forma más sana con cualquier libro o diario gratuito, sujetos ausentes que miran a un punto inconcreto y se dedican a martirizarse con sus problemas e inquietudes o, quizás, a utilizar su imaginación para rehuir la idea de encontrarse bajo tierra, individuos que interrumpen el incómodo silencio entre desconocidos hablando con sus compañeros de viaje o al recibir una llamada telefónica, gente tímida que no es capaz de evadirse y se dedica a mirar indistintamente al suelo y a la lucecita roja que indica cuántas paradas quedan para bajar, como si con sus ojos pudiera hacer ganar algo de velocidad a esa luz y otros que, una vez hojeado el periódico, se dedican a escuchar a los que mantienen una conversación con la intención de encontrar una anécdota divertida. Yo, sin embargo, no me dedico a nada de eso. Yo me ocupo de ayudar a las personas, aunque ellas no lo aprecien tanto como yo quisiera. De hecho, hay quien, no contento con ignorarme, me golpea con violencia. Yo me mantengo impasible. No he elaborado ninguna estadística que corrobore mis palabras, pero creo que paso más tiempo en el metro que nadie. Esto me ha hecho evolucionar: soy fría en este ambiente caluroso y nada me hace perder mi rectitud. Además, he aprendido a hacer algo que me entretiene en mis largas horas bajo tierra: soy capaz de escuchar los pensamientos de las personas cercanas a mí a través de sus manos. La mayoría de ellos son bastante repetitivos: ¡Maldita sea! Llego tarde; no entiendo qué he hecho mal, pensaba que querría volverme a ver; necesito una ducha urgentemente; no aguanto más de pie; menos mal que este vagón tiene aire acondicionado; espero que cuando llegue a casa mis hijos hayan recogido un poco la casa; no puedo dejar de pensar en ella, necesito abrazarla; espero que mi aportación sirva de algo en Japón; sí, tengo tres gatos, pero es que si no adopto a este, lo sacrificarán… En definitiva, pensamientos típicos e inocentes, incluso algunos bonitos y admirables. Pero no son los únicos que llegan a mí; también los hay más crueles y desconcertantes: no debería haber robado la cartera de ese tipo con violencia por diez míseros euros; cuando llegue a casa no voy a ser capaz de mirarle a la cara, no debería haberle engañado con su mejor amigo; espero que nadie note que llevo una pistola, debo pasar desapercibido hasta llegar a la joyería; no entiendo por qué dan tanta importancia al tsunami de Japón, si Dios lo ha permitido será porque lo merecían; cuánto inmigrante, con Franco esto no pasaba; se me ha ido un poco la mano al pegar a mi mujer… Me estremezco cada vez que oigo barbaridades de ese tipo. El problema es que no son pensamientos que solo haya oído una vez en mi vida. El metro, al fin y al cabo, es un pequeño mundo heterogéneo que se crea y se destruye cada día, igual de mágico e inquietante que la vida, con la bondad compartiendo vagón con la maldad. Yo, conocida vulgarmente como “barra del metro”, sujeto miles de manos a diario, y ojalá tuviera el don humano de hablar para ayudar a desenmascarar a esos seres desalmados que perjudican a otros, a esos seres cuyos pensamientos solo crean odio. Si las barras del metro habláramos…