miércoles, 13 de abril de 2011

Microrrelato presentado al concurso de TMB


El trayecto en el metro, para los que pasamos la mayor parte de la vida en él, puede hacerse eterno sin un entretenimiento: personas que tendrán problemas auditivos en unos años porque el anhelo de aislarse de los demás les hace escuchar la música más fuerte de lo que su tímpano desearía, gente que prefiere evadirse de forma más sana con cualquier libro o diario gratuito, sujetos ausentes que miran a un punto inconcreto y se dedican a martirizarse con sus problemas e inquietudes o, quizás, a utilizar su imaginación para rehuir la idea de encontrarse bajo tierra, individuos que interrumpen el incómodo silencio entre desconocidos hablando con sus compañeros de viaje o al recibir una llamada telefónica, gente tímida que no es capaz de evadirse y se dedica a mirar indistintamente al suelo y a la lucecita roja que indica cuántas paradas quedan para bajar, como si con sus ojos pudiera hacer ganar algo de velocidad a esa luz y otros que, una vez hojeado el periódico, se dedican a escuchar a los que mantienen una conversación con la intención de encontrar una anécdota divertida. Yo, sin embargo, no me dedico a nada de eso. Yo me ocupo de ayudar a las personas, aunque ellas no lo aprecien tanto como yo quisiera. De hecho, hay quien, no contento con ignorarme, me golpea con violencia. Yo me mantengo impasible. No he elaborado ninguna estadística que corrobore mis palabras, pero creo que paso más tiempo en el metro que nadie. Esto me ha hecho evolucionar: soy fría en este ambiente caluroso y nada me hace perder mi rectitud. Además, he aprendido a hacer algo que me entretiene en mis largas horas bajo tierra: soy capaz de escuchar los pensamientos de las personas cercanas a mí a través de sus manos. La mayoría de ellos son bastante repetitivos: ¡Maldita sea! Llego tarde; no entiendo qué he hecho mal, pensaba que querría volverme a ver; necesito una ducha urgentemente; no aguanto más de pie; menos mal que este vagón tiene aire acondicionado; espero que cuando llegue a casa mis hijos hayan recogido un poco la casa; no puedo dejar de pensar en ella, necesito abrazarla; espero que mi aportación sirva de algo en Japón; sí, tengo tres gatos, pero es que si no adopto a este, lo sacrificarán… En definitiva, pensamientos típicos e inocentes, incluso algunos bonitos y admirables. Pero no son los únicos que llegan a mí; también los hay más crueles y desconcertantes: no debería haber robado la cartera de ese tipo con violencia por diez míseros euros; cuando llegue a casa no voy a ser capaz de mirarle a la cara, no debería haberle engañado con su mejor amigo; espero que nadie note que llevo una pistola, debo pasar desapercibido hasta llegar a la joyería; no entiendo por qué dan tanta importancia al tsunami de Japón, si Dios lo ha permitido será porque lo merecían; cuánto inmigrante, con Franco esto no pasaba; se me ha ido un poco la mano al pegar a mi mujer… Me estremezco cada vez que oigo barbaridades de ese tipo. El problema es que no son pensamientos que solo haya oído una vez en mi vida. El metro, al fin y al cabo, es un pequeño mundo heterogéneo que se crea y se destruye cada día, igual de mágico e inquietante que la vida, con la bondad compartiendo vagón con la maldad. Yo, conocida vulgarmente como “barra del metro”, sujeto miles de manos a diario, y ojalá tuviera el don humano de hablar para ayudar a desenmascarar a esos seres desalmados que perjudican a otros, a esos seres cuyos pensamientos solo crean odio. Si las barras del metro habláramos…

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